Por: Liz Frías Maestre
- Columnista invitada
El país
No, no soy de las que vivió el glorioso
antaño de mi equipo. Pertenezco a la impulsiva y desmemoriada hinchada joven de
ahora. Tampoco soy caleña, ni vengo de una familia de tradición americana.
Que me convirtiera en hincha escarlata era
una remota posibilidad que, al darse, solo refleja que América, mi América, es
una fuerza visible que hala, que no discrimina, que traspasa todo tipo de
fronteras y por eso nunca morirá.
Nací y crecí en tierra guajira, entre la
sal y el carbón, en la punta de Colombia. Allá, al último rincón, llegó la
‘Mecha’, nos sedujo y se quedó.
Oía hablar de un diablo que parecía un
rito wayú, un pueblo que entre su culto también aprendió a rendirle honor al
rojo de Colombia. Y en los tiempos del ‘Pitufo’, Rincón, el ‘Tigre’ Castillo y
Jersson era imposible que solo en Cali se escuchara del diablo, pues su
grandeza era noticia, incluso internacional.
Veían mis ojos el imponente diablo y
comenzó mi colección, estampas, revistas y amuletos que conservo como un
invaluable tesoro, así como la foto del ‘Bambino’ Otálvaro, mi primer amor
desde niña. Con los títulos de los años 2000 el equipo era imbatible,
incomparable, y en cada fecha sentía cómo palpitaba fuerte el corazón.
Comprendí que nacía, señores, una fiel americana que le juró amor y lealtad
eternamente.
Llegó la etapa universitaria y fui a
estudiar a tierra paisa, la que hace once años me adoptó. El sentimiento
parecía no escabullirse y volvía la teoría que el rojo hace presencia en
cualquier lugar del país.
¡En Antioquia también existe el diablo!
Estaba destinada: con una magia indescriptible, la tercera hinchada antioqueña
me atrapó en Medellín. Vino un domingo a jugar el ‘Rojo’ y por primera vez ya
no vi a mis negros frente a la pantalla. Los tenía en frente, cerca. Lloré.
Es que hablar de América de Cali es de
emociones indescriptibles, como la vez que conocí el Pascual entre lágrimas
interminables. Es referirse a un campeón que batalla vestido de rojo, que vivió
y venció el infierno porque lleva el escudo de un diablo que no se toca, que se
jacta con orgullo de una hinchada fiel que acompaña sin importar la cancha, que
exige porque siente a flor de piel los triunfos y las derrotas (que no es otra
cosa que pasión).
Una hinchada que se levanta y orgullosa
sigue porque está a la altura de un grande. Los que prenden la caldera, los del
fuego en el corazón. El domingo pasado volví al Pascual y lo sentí. Me emocioné
con ese poema de gol que nos regaló Luis Sánchez frente a Jaguares. Regresé
feliz a Medellín.
América es la memoria de sus ídolos en el
Pascual, es tradición pura, es el fenómeno de una historia que revive cuando
nace un escarlata y que se renueva cuando gritamos un gol.
Aquel 19 por siempre, inmortal en nuestros
corazones. No se equivocó el destino, me hizo hincha del imparable
pentacampeón, el de 13 estrellas que conmemoran casi un siglo de la inagotable
fuerza de sus jugadores, del aliento y la esperanza de los hinchas, del cariño
de quienes se han ido y, no en vano, profesan a voces que el América es el club
de sus amores, el equipo que exige entrega y personalidad a quien porta la
camiseta, que pueda entender que son cosas del corazón.
Hoy, que saboreamos el triunfo, que vuelve
la sonrisa típica de un clásico ganado o de un golazo como el de Sánchez y se
ven las familias coloreando de rojo las tribunas. Hoy, que tenemos uno de los
goleadores del campeonato y estamos en la cima de la Liga, en el lugar que nos
corresponde. Hoy, que vislumbramos unión, mentalidad fuerte y un buen momento,
más que nunca, ante el mundo y contra el viento, vamos orgullosos los
escarlatas. Constantes y firmes alardeamos que nos une la fuerza de un gigante.
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