Antes de ser el
monstruo, Fredy Armando Valencia Vargas podría haberse considerado el rey de
los cerros orientales. Por muchos años, no precisados por las autoridades ni
contabilizados por él, regó cambuches por diferentes puntos de la reserva.
Quizá este hombre de
36 años conoce mejor que nadie los laberintos de árboles y matorrales que
entupen la vasta zona entre la avenida Circunvalar y Monserrate. El último rancho
de tablas y latas lo ubicó hace unos seis años a escasos 30 metros de la
Circunvalar con calle 21.
Llegaba hasta allá
por un camino que siguieron con el tiempo decenas de habitantes de calle que,
como él, buscaban un lugar para pasar las frías noches que en esa montaña se
hacen insoportables.
Era una especie de
barrio entre romeros, encenillos, arrayanes y toneladas de basura. Valencia
era, sin duda, el más temido, alejado e inusual de los vecinos.
Él mismo se creó una
fama de ermitaño violento, vociferaba amenazas de sangre a todo aquel que se
acercara a sus corotos. Sin embargo, lo que más llamaba la atención de quienes
le temían, eran las visitas constantes, casi diarias, de jóvenes mujeres.
Nadie reparó en ello
hasta que una tarde de noviembre del 2015, en su ausencia, un curioso perro de
una familia que recién se acomodaba en la zona, comenzó a escarbar bajó el
tapiz de desechos que Valencia confeccionó al lado de su improvisada choza.
De la incursión de la
mascota quedó, como floreciendo de la tierra y los escombros, una pierna
humana. Los dueños del hiperactivo animal lo notaron.
“Unas personas que
vivían en los cerros informaron sobre el hallazgo. Cuando llegan los
investigadores y empiezan a excavar, se dan cuenta de que es toda una persona”,
dice mientras se acomoda en el sillón de su oficina el capitán Bernal, el jefe
del equipo especial de homicidios de la Sijín de la Policía de Bogotá, y quien
se prepara para recordar uno de los casos más escabrosos que ha tenido que
asumir.
Ahí se iniciaron las
investigaciones, precisa. La Fiscalía acompañó el proceso y la primera labor
fue entrevistar a los denunciantes. Los detectives tenían que recolectar todas
las pruebas para poder solicitar la orden de captura contra Valencia.
Hasta ese momento
solo contaban con la voz de los testigos –habitantes de la calle que podrían
exagerar sus relatos– y el hallazgo de un cuerpo sin identificar en la parte de
atrás del cambuche del presunto asesino.
Los fiscales
necesitan pruebas contundentes para solicitar la detención de un sospechoso y
la experticia de los investigadores les sugería que necesitaban más que esos
insumos para convencer a un juez. Mientras tanto, a un par de hombres les fue
asignada la tarea de seguirle los pasos al hasta ese momento presunto
responsable del homicidio de una mujer.
Aparecen más pruebas
La ansiedad de los
detectives creció cuando, al volver al lugar, escucharon las denuncias de más
personas sobre las rutinarias visitas de mujeres al rancho de Valencia y la
insistencia de este de alejar a cualquiera que tratara de acercarse.
Había dos elementos
más: la presunta intención del sospechoso de evitar, con las intimidaciones,
que descubrieran el cuerpo y la posibilidad de que hubiera más mujeres
enterradas en el sitio.
Con esto, la
solicitud de la orden de captura fue más sólida y finalmente aprobada. De
inmediato, los policías que le seguían los pasos a Valencia fueron informados.
Estos explicaron que el sospechoso estaba a punto de ingresar al hoy extinto
sector del Bronx.
“Pensamos que si
entraba a ese sector se nos iba a perder, porque no podíamos ingresar al
personal a exponerlo en ese sitio. Antes de que ingresara allí decidimos que
era mejor capturarlo en ese momento para evitar que se fuera a escapar”,
recuerda el capitán Bernal.
El jefe investigador
fue uno de los primeros que tuvo contacto con Valencia. En su cabeza rondaba la
idea de que el hombre que tenía al frente suyo ocultaba bajo las montañas de
basura que había sembrado en los cerros los cuerpos de más personas, pero eran
simples especulaciones sin un fundamento sólido.
Mentir para hallar la
verdad
Sin embargo,
convencido de algo incierto, miró fijo a los ojos inmutables del hombre de baja
estatura, labios gruesos, facciones bruscas, y le mintió.
Le dijo que en su
cambuche había un equipo de profesionales excavando, que les evitara el
desgaste y que era mejor que confesara cuántas personas había sepultado allí.
La respuesta aterró a
Bernal: “No recuerdo cuántas son”, soltó sin sonrojarse el hombre. Al otro día,
una cuadrilla de funcionarios de la Policía de Bogotá, de Medicina Legal y la
Fiscalía arribaron al sitio.
Era tal la cantidad
de basura, que fue necesario solicitar el apoyo a la Alcaldía de Bogotá, que
envió personal de aseo.
Unidades de
criminalística supervisaban que los operarios no se llevaran alguna prueba y
durante dos días vieron cómo se llenaron por completo cinco camiones con los
desechos y escombros que Valencia acumuló por tres años. Retiraron una capa de
aproximadamente metro y medio.
Cuando terminaron
estas labores, con el terreno limpio, empezaron la excavación. Pero no aparecía
nada. No había restos ni pistas de cuerpos.
“Estábamos pensando
si era verdad lo que había dicho o si era una simple suposición o un engaño de una
persona que podría tener problemas mentales”, recordó los momentos de tensión
que vivió el investigador.
Sin embargo, se le
ocurrió algo: solicitó a la Fiscalía un permiso especial para llevar hasta la
escena al sospechoso. Estando en el lugar, él mismo señaló la zona donde había
enterrado a sus víctimas. Las labores se focalizaron en el punto indicado y
después de retirar un metro de tierra, apareció el primer cuerpo. Eran huesos
arropados por una fina tela color marrón.
Esa mañana, dice el
capitán, desenterraron tres mujeres más. El hombre, que con el hallazgo de cada
víctima iba consolidándose como el monstruo de los cerros, tenía una manera de
almacenarlos.
“Él las había enterrado como tipo lasaña, por
capas. En el mismo sitio ponía el cuerpo, lo cubría con un tapete y encima
basura. Y lo repetía: cuerpo, tapete, basura; cuerpo, tapete, basura”.
Después de una semana
de labores y 10 metros de tierra removida, fueron 11 las mujeres, entre los 18
y 22 años, las que sacaron. De estas, seis fueron identificadas. Se trataba de
habitantes de calle, jóvenes olvidadas, que seguían al homicida hasta el cerro
con la promesa de una bicha de bazuco, licor o comida.
Él mismo declaró las
razones para llevarlas. Confesó que les ofrecía estas cosas a cambio de ‘un
momento de placer’ y que su intención no era asesinarlas. El capitán Bernal
cree esto.
“Lo que percibo como
investigador es que a él lo motivaba el impulso sexual, no las llevaba para
matarlas, las llevaba para tener relaciones y muchas mujeres que accedieron
quedaron vivas, no las mató. Incluso, tuvo novias y las llevaba allá; el fin de
todo era el sexo, pero cuando ellas se oponían le daba mal genio y lo que hacía
era usar la fuerza bruta sobre ellas, las muertes eran por asfixia”, narró el
detective.
Otra de las razones
que despertaba la ira del hombre, según arrojó la investigación, era que las
jóvenes no accedieran a bañarse antes de intimar. Él tenía una caneca grande
con agua y les pedía que se asearan. Sin embargo, casi siempre lo rechazaban,
estaban en los cerros, donde el viento helado se clava en el cuerpo como si
fueran agujas.
Para el capitán,
quien hizo parte del equipo que lideró toda la investigación, este caso
demostró la capacidad de trabajo entre las instituciones a cargo de la seguridad
y el esclarecimiento de los crímenes en la ciudad. En medio del dolor por lo
ocurrido, celebró la captura del asesino en serie.
“Este caso no es
tanto lo duro que haya sido, sino la connotación e importancia para la ciudad.
Esta era una persona que venía matando gente durante años y nadie lo sabía.
Esta es la hora que si ese perro no saca ese cuerpo, posiblemente nadie se
hubiera enterado y podría haber más víctimas, porque él atacaba a habitantes de
la calle, personas que nadie las extraña, ni siquiera la familia”, declara
Bernal.
Este hombre, por años
dedicado a esclarecer homicidios no solo en Bogotá sino en todo el país,
todavía tiene una sospecha que le arrebata la tranquilidad: aunque el monstruo
aceptó los cargos declarando que las mujeres halladas fueron todas las que
asesinó, considera que nunca se inspeccionó en las otras zonas de los cerros
donde vivió Valencia.
“Nunca sabremos si en
la montaña hay más cuerpos enterrados”, concluye el investigador.
Este trágico episodio
de la historia bogotana terminó con una sentencia que para muchos es una ofensa
de la justicia: 36 años de prisión por los delitos de homicidio, acceso carnal
violento, desaparición, entre otros, que transformaron para siempre a Fredy
Armando Valencia Vargas en el monstruo de los cerros orientales.
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