DE MARIO FERNANDO PRADO
La primera vez que
trate a Iván Duque no era ni siquiera precandidato del Centro Democrático a la
Presidencia de la República.
Me llamaron mucho la
atención su claridad y conocimiento de los temas que trataba, su juventud
carente de amarres con el pasado, su visión global de la problemática nacional
y su indiscutible carisma que lo llevó a que le acompañara pésimamente ese
tango llamado Cambalache.
Por esos días andaba
con el cuento de la economía naranja y me regaló un libro sobre el particular,
lo cual me hizo justipreciar a un político en ciernes, con una propuesta
original que no se enredaba en temas parroquiales ni menos se desgastaba en el
‘vaudeville’ mediático de quienes serían sus próximos contrincantes.
Meses después conocí
de iba a integrar la lista de quienes aspirarían a ser los ungidos por el CD
para alcanzar la primera magistratura de la Nación, siguiendo paso a paso este
proceso democrático que le dio la victoria.
Durante el mismo y
también después, le entreviste en varias oportunidades -le gusta venir a Cali-
para mis programas de radio y televisión y logré -creo yo- entrar en el
interior de una novel figura que desde sus primeros años fue educado para regir
los destinos de su patria: su padre Iván, un dirigente político liberal de
Antioquia con una importante ascendencia en los altos círculos capitalinos, y
su madre Juliana con una mezcla alegre y descomplicada entre tolimense y
costeña, le inculcaron la vocación de servicio que perdieron nuestras figuras
públicas más interesadas en llenar sus bolsillos que en preocuparse por los
demás.
El ascenso de Iván
Duque no ha sido gratuito. A pesar de haber tenido un trampolín que lo
catapultó, le ha tocado batirse solo en esa feroz batalla en que se vio
envuelto recibiendo dardos ponzoñosos por todos los flancos, siendo víctima de
conjuras de todo tipo amén de mentiras y calumnias.
Y es de admirar que
nunca y en el jamás de los jamases ha respondido las bofetadas y los infundios,
las trampas y zancadillas con las que han querido inútilmente cerrarle el paso.
Me he dado a la tarea
de revisar sus intervenciones y reportajes y he advertido algo que por lo menos
para mí es fundamental porque no es de común ocurrencia cuando de conquistar
votos se trata. Me refiero a la coherencia.
Duque no se ha salido
ni un milímetro de su pensamiento inicial y por tanto no se ha acomodado
cambiando su discurso de acuerdo a las circunstancias. Lo anterior constituye
una garantía de seguridad, un rumbo fijo, un objetivo claro, una meta a seguir.
Ahí está su programa
de gobierno. El de siempre. El inalterable. En un país en que la palabra nada
vale, en que ser veleta es lo que cuenta, en el que las volteretas son lo común
y lo corriente, qué bueno que la coherencia triunfe sobre el engaño.
¡Qué
bueno que Duque sea nuestro próximo presidente!
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