por Antonio Caballero
Anunciaron los
periódicos que una nueva ley había dispuesto la reanudación de la clase de
historia en los colegios, abandonada hace 32 años por disposición de otra ley
que la integró con las de geografía y democracia en un sancocho llamado
“ciencias sociales”. Y muchos llegamos casi a entusiasmarnos: por fin una ley
sensata, en este país leguleyo colmado de leyes insensatas, o inanes, o
dañinas. La ley número 1.874 del 27 de diciembre de 2017 (nada menos: en
Este país se
aprueban cerca de 2.000 leyes al año, y eso que casi nunca hay quorum en el
Congreso) que corrige la Ley 115 de 1994 (aquí los legisladores solo aciertan
cuando rectifican) por la cual se había promovido la ignorancia escolar.
Yo llegué casi a
entusiasmarme con la nueva ley porque pensé, por una vez de acuerdo con su
promotora la exsenadora Viviane Morales, que “nuestra generación de jóvenes
conoce muy poco la historia de nuestro país” y es por eso “una tarea
indispensable revivir la enseñanza de la historia como materia obligatoria e
independiente”. Pero pronto me pasó el entusiasmo. Porque a comienzos de enero
saltó el Ministerio de Educación, en la persona de su directora de Calidad
Educativa, Mónica Ramírez, a sofocarlo diciendo que no, que la ley nueva no
cambia la vieja, que la historia no se puede separar de las ciencias sociales,
que son geografía y democracia. O, más exactamente, “educación para la
democracia, la paz y la vida social”. La historia debe ser enseñada “como una
disciplina integrada en los lineamientos curriculares de las ciencias
sociales”.
Eso es evidente,
por supuesto, en la teoría: la historia no puede entenderse por fuera de su
contexto geográfico, ni como una serie cronológica de nombres y de
acontecimientos sin condicionamientos sociales y económicos. Pero en la práctica
lo que han mostrado estos 30 años de tal “integración de lineamientos” es que
los estudiantes de los colegios, y en la mayoría de los casos de las
universidades también, se quedan sin saber nada de historia ni de geografía. En
cuanto a la educación para la paz y la democracia, basta con echar una mirada
en torno para deprimirse sobre sus resultados. Y con la vida social pasa lo
mismo. Salvo que por “vida social” entienda el Ministerio de Educación lo mismo
que entiende la revista Jet-Set.
Tomo esta información
de un artículo de Simón Granja Matías, periodista de Educación de El Tiempo,
donde cuenta que “según la funcionaria (del ministerio) lo que busca la ley es
contribuir a la formación de una identidad nacional que reconozca la diversidad
étnica de la Nación colombiana; desarrollar el pensamiento crítico a través de
la comprensión de los procesos históricos y sociales de nuestro país en el
contexto americano y mundial; y promover la formación de una memoria histórica
que contribuya a la reconciliación y la paz en nuestro país”. Para lograrlo, la
ley establece la creación de una “Comisión Asesora para la Enseñanza de la
Historia” (de complicadísima conformación: intervienen desde la Academia de
Historia y los sindicalistas de Fecode hasta las asociaciones de padres de
familia de todo el país). Pero lo que importa en fin de cuentas es el empeño
del ministerio en mantener intactos los propósitos de la antigua ley de 1994.
Concluye el
artículo de Granja señalando que “otros expertos (aseguran) que aunque es
importante que se preste atención a la historia, también es de cuidado, pues
puede servir para intereses políticos”.
Que es exactamente
la razón por la cual la ley del 94 decidió ahogar la atención por la historia
en el engrudo de paz y democracia y geografía que le quitó el filo político. O,
mejor, que se lo volvió a quitar; pues ya lo había perdido a principios del
siglo XX desde que la pacata Hegemonía Conservadora instaló una patriotera
historia oficial que siguió siendo la misma hasta la Nueva Historia, con filo,
de Jaime Jaramillo Uribe a finales de los politizados años setenta. Esa ley
castradora del gobierno de César Gaviria, que promovía la ignorancia, fue uno
más de los frutos de lo que ese presidente llamó entonces “el futuro”, al cual
nos quiso dar la bienvenida. Un fruto envenenado. Como lo pudimos apreciar
cuando su hijo Simón, que era en ese entonces un niño de colegio, resultó tres
décadas más tarde incapaz de leer de corrido un proyecto de reforma de la
justicia. La ignorancia es útil a corto plazo, pero se paga después.
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